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Cuando la Reina Errante murió, se la enterró bajo el árbol que plantaron el día de su nacimiento, y del que se decía que la protegería el resto de sus días. Se despertó en un mundo del más allá, aferrada a una de sus ramas, la cual se había convertido en un arco sagrado. Conforme la rama florecía, el árbol guardián reveló su espíritu, un amigo que la acompañaría en su camino.